Uno de los monjes de un monasterio tenía grandes deseos de poder contar con una campana para él. Al enterarse de ello, el prior le hizo llamar y le dijo cariñosamente:
- Tengo entendido, querido discípulo, que te gustaría mucho disponer de una campana para ti solo. Te voy a hacer una propuesta. Si de aquí al próximo festival religioso has limpiado a fondo todo el monasterio, te regalaré una hermosa campana.
El monje se sintió muy contento. Deseaba mucho tener su campana y conservarla en su celda. ¡Oh, qué bien sonaría! Entusiasmado, día tras día, fue limpiando con extraordinaria minuciosidad el monasterio. Semanas después, poco antes del festival, acudió a visitar al prior para decirle que había finalizado su tarea.
-Tendrás la campana más hermosa -le aseguró el prior-.Siempre cumplo lo que prometo.
Aquella misma noche, después de la meditación, el monje fue a su celda y vio la campana junto a su jergón. En verdad que era bellísima y estaba primorosamente labrada. Alborozado, la cogió entre las manos y la zarandeó para que tañase. ¡Cuál no sería su sorpresa al darse cuenta de que la campana no sonaba! La volvió, miró en su interior y comprobó que no tenía badajo. Se dijo indignado: "¿Es que el prior ha intentado tomarme el pelo?". Ni corto ni perezoso, se dirigió a la celda del anciano y llamó a la puerta.
-Entra dijo, pues ya esperaba la visita-. ¿Qué sucede?
-Yo hice mi trabajo lo mejor que pude-se quejó el monje-, más tú me has obsequiado con una hermosa campana, pero inservible, porque no tiene badajo.
Una leve y amorosa sonrisa brotó de los labios del anciano, que dijo:
-¿Sabes una cosa? Tú debes poner el badajo. Será tu felicidad interior el badajo que haga sonar la campana, y no uno de bronce.
Súbitamente, el monje tuvo una clara comprensión espiritual y cayó en la cuenta de que es el sonido del alma el que procura la verdadera felicidad y la paz interior.
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